LRH 2005
“Imaginar un mundo político sin enemigo y sin guerra, es lo mismo que representarse una moral sin la presencia del mal, una estética desprovista de todo concepto de fealdad o, incluso, rechazar el valor epistemológico del error”. Julien Freund.
Todo tiene un principio y un final. De lo biológico a lo técnico. Nos agotamos y caducan tantas cosas. Aunque, como la materia, tanto de lo que surge o como de lo que se crea se transforma, para responder a esas “esencias” (a modo de leyes, como estableció Freund en L'essence du politique) que acompañan y acompañarán al ser humano hasta su final como especie. Este axioma se puede comprobar, historiográficamente, en cada manifestación de “lo político”, con formas de estado y de gobierno que surgen por necesidad u oportunidad en un tiempo y espacio determinado, mutan con el paso cronológico, desaparecen de forma irremediable o adoptan nuevas figuras que a veces sorprenden o en ocasiones atemorizan. Y a la democracia, en su versión liberal-progresista, también le llega el ocaso, tarde o temprano, o un no tan fortuito órdago en forma de amenaza de evolución epocal.
Incrédulos. Temían su reelección, pero no esperaban la intención tan brutal de su plan. Mucho de él serían meras consignas irrealizables, parte de su contenido chocaría con la realidad, y buen número de sus medidas serían frenadas por los resortes institucionales y judiciales del sistema norteamericano. Pero desde el primer día, a izquierda y derecha del espectro político occidental, u occidentalizado, no salían del estado de desconcierto con la “revolución tecnoconservadora” de Donald Trump y su MAGA. Sin sentido o sin razón. Los primeros porque no esperaban la intensidad de esa revolución, y los segundos porque no creían que la misma iba a superar tantos límites. Sin complejos y sin freno. La democracia liberal-progresista, modelo pretendidamente superior e incontestable en el siglo XXI, en sus diferentes manifestaciones regionales (más mercantilistas o más estatistas), era cuestionada por primera vez en el corazón del Occidente colectivo. A veces el cambio democrático no se limita a la sucesión de elites sistémicas, a veces llegan proyectos transformadores que apelan a las naciones más tradicionales, a esa máxima detectada por Freund:
“La patria es una de las fuentes esenciales del dinamismo colectivo, de la estabilidad y la continuidad de una unidad política en el tiempo. Sin ella, no hay potencia, ni gloria, ni solidaridad entre quienes moran en un mismo espacio”.
Era eterna e incontestable. Esa forma democrática no tenía alternativa. En su versión posmoderna, seguía siendo, como diría Churchill, “el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”. Pero dentro de sus fronteras, frente propuestas ilegitimas que debían ser controladas con etiquetas ideológicas, silencios mediáticos y “cordones sanitarios”; y fuera de sus fronteras, contra meros regímenes antiguos y autocráticos que neocolonizar “democráticamente” (con el llamado “soft power” o poder blando de sanciones, subvenciones y apoyo a los partidarios internos). El “consenso liberal-progresista”, más allá de versos sueltos, lo tenía atado y bien atado. Pero la ola nacionalista identitaria y soberanista, controlada desde hacía años, no solo comenzaba a crecer en las encuestas e influir en la vida parlamentaria. Llegaba al poder y, ni más ni menos que en la primera potencia planetaria.
Insospechados. Los ganó en su propio terreno: en las urnas, con más de setenta millones de votos y gran mayoría en el colegio electoral; en las redes, llegando a jóvenes y no tan jóvenes que se informaban, y se rebelaban, fuera de los medios tradicionales; y en el show, tan propio en la era de lo viral, con lemas directos, polémicas continuas y salidas de tono a raudales. En un tipo de democracia se elegía otro tipo de democracia. Porque Trump venció, a diferencia de 2016, a lomos de un “angry white male” que había aprendido la lección (y al que se unían más y más hombres de los grupos afroamericanos e hispanoamericanos). Nada de contemporizar, de pactar, de acordar. Órdenes ejecutivas y principios claros, equipo leal y depuración inmediata, transformación inmediata y batalla cultural en todo momento, y “decisionismo político” en un versión schmittiana muy peculiar, anunciando a viva voz, sin maneras pulcras y diplomáticas al uso, quien era el amigo a quién proteger y el enemigo al que presionar (sobre todo económicamente). Porque volvía a la Casa Blanca el más enfadado de todos esos hombres: por el denunciado robo de las anteriores elecciones, por el vacío previo de las elites republicanas, por la persecución judicial continúa, por la decadencia de su gran país, por los intentos de asesinato, por ser ridiculizado permanentemente por los medios, por el desprecio de los líderes occidentales. Así, al adversario, interno o externo, ni agua.
Pasado y futuro. Una revolución que buscaba recuperar y renovar el excepcional “destino manifiesto” norteamericano. Y Trump era el representante de ello: rico y poderoso, libre y predestinado. Como debían poder alcanzar todos sus compatriotas. Recuperando lo que supuestamente hacía diferente y grande a los EEUU en el mundo y actualizándose para mantener su primacía ante esas naciones emergentes que fabricaban, invertían o innovaban a la par en otras partes del planeta. Y este plan aunaba, en primer lugar, el renacer del tradicional cristianismo conservador patrio (datado desde la emergencia del Tea Party) en busca de recuperar los grandes principios tradicionales del país como base de partida y la fuerza del moderno nacionalismo soberanista de la alt-right para sumar a las clases obreras desclasadas; y, en segundo lugar, las clásicas plataformas industriales, comerciales y educativas nacionales para reindustrializar el país y las posibilidades del emergente tecnocapitalismo libertario y empresarial como motor del ascensor social en el renovado American Dream. Y el tan peculiar, deslenguado y “realista” Trump los sumaba, no sin contradicciones, para restaurar el sueño de “hacer a América grande de nuevo” en la era de la Globalización.
“La política es la actividad social que se propone asegurar por la fuerza, generalmente basada en el derecho, la seguridad exterior y la concordia interior de una unidad política, garantizando el orden en medio de luchas que nacen de la diversidad y divergencia de las opiniones y los intereses”.
Indeseables. O fascistas, en vox baja, reaccionarios, por ser suaves, tecnofeudales, buscando la originalidad. Trump y su equipo, con Elon Musk ayudando desde X, eran un gran peligro para el discurso dominante (en sus diferentes plasmaciones territoriales o matices ideológicos liberal-progresistas). Realismo político a la antigua usanza, pero con nuevas maneras de decidir directamente, y del que Trump era su representante mundial. Y lo demostraban nada más llegar al poder. Desde la nueva izquierda post marxista (ya casi sin partidos propios, pero con la hegemonía institucional y cultural) pensaban que su narrativa sería eterna e incontestable, y desde la nueva derecha post cristiana (a veces indiferenciables de la socialdemocracia en tantos aspectos) creían que no había más opción que adaptarse al consenso hegemónico durante décadas. Pero de repente se dieron cuenta que había una opción democráticamente elegida en su propio entorno, que germinaba, ganaba y combatía, con malos modos y formas sin complejos, ante ese discurso que se proclamaba poseedor de verdades irrefutables, a modo de culminación política del progreso humano.
Dentro y fuera de sus limes. A nivel interno, refutando, de forma inmediata y radical, gran parte de las convenciones acordadas como correctas en la esencia de “lo político” (de las ideas sobre el género a las acciones sobre la inmigración), cuestionando de las tendencias habituales en el desempeño de la esencia de “lo económico” (del proteccionismo arancelario a la reindustrialización nacional), recuperando tradiciones judeocristianas, real o simbólicamente, frente al paganismo posmoderno en la esencia de “lo religioso” e, incluso, reclamando un arte más clásico y ordenado para su país en la esencia de lo “artístico”. En el campo externo, transformando, para consternación de tantas capitales occidentales, las líneas maestras de la acción internacional (atlantista), y recuperando el nacionalismo excepcionalista (con su ideal del “destino manifiesto”) para liderar su verdadero espacio vital (mirando a América y al Pacifico), desligarse de la decadente Unión Europea (como proclamó sin ambages J.D. Vance en Munich), poner fin a disputas lejanas y ruinosas (como la Guerra de Ucrania), y centrarse en la lucha económica contra China, cada vez más lejos de ser solo la “gran fábrica del mundo”.
“El conflicto introduce una ruptura, y al mismo tiempo desbloquea la situación, porque en general pone súbitamente a las partes en presencia de lo que realmente se dilucida, de las consecuencia y de los riesgos”.
Impactados. Izquierdistas supervivientes profundamente desnortados: veían como su archienemigo histórico, ahora bajo liderazgo de Trump, ya no seguía el camino del bien, sino que regresaba al sendero maligno, apuntando sin miramientos a sus más profundas conquistas: reducir el aparato estatal a lo bestia, deportar a inmigrantes delincuentes sin piedad o negar ciertos derechos civiles de nueva generación considerados sacrosantos. Quizás se imaginaban que ese sinvergüenza de pelo naranja no se atrevería a tanto. Derechistas muy progresistas y ahora totalmente atlantistas apabullados: durante años aceptaron a Trump como una especie de mal menor que, aunque maleducado e irreverente, podía ser necesario para más y mejores negocios transatlánticos, acabar con la “ideología woke” y frenar el intervencionismo estatal. Pero ahora lo definían como una especie de lunático prorruso o proclamaban que los votantes norteamericanos se habían equivocado. Quizás deseaban, en lo más hondo de su corazón, que hubiera ganado Kamala Harris. Y centristas liberales y verdes, transversales en ambos espectros antiguos, en pie de guerra, literalmente: llamaban a romper relaciones, a boicotear relaciones, a censurar más a sus partidarios europeos, a destrozar vehículos Tesla, a recuperar la Estatua de la Libertad y, no tan paradójicamente, a rearmarse militarmente y ahondar la relación estratégica con el gran enemigo norteamericano, la dictadura comunista china. Quizás creían que el devenir sería suyo, solo suyo. Pero “lo político”, subrayaba Freund presentaba su propia dinámica:
“Corresponde a la esencia de lo político el ser acción… y aquí aparece la cuestión de la decisión como manifestación de la potencia… Tomar una decisión es manifestar una autoridad y no afirmar una verdad… Es unitaria en sí misma y extrae su fuerza de la voluntad que la anima”.
Desafío, y por todo lo alto. Establecer aranceles y hacer proteccionista al capitalismo, negar la identidad de género y defender la identidad judeocristiana, reivindicar la identidad nacional y no pedir perdón por el pasado que llevó a ella, conciliar libertarismo interno y proteccionismo externo sin pedir permiso, rechazar las políticas de diversidad o los dogmas feministas y antirracistas, insultar al multiculturalismo y proteger sus fronteras ante la inmigración masiva e ilegal, deshacerse del “orden internacional basado en reglas” y poner por delante sus intereses geopolíticos exclusivos, pactar con Putin y abandonar a Ucrania. Demasiado para una generación educada, en la escuela y en la prensa, en una determinada forma de pensar liberal-progresista (de lo atlantista a lo inclusivo). Y lo peor de todo es que respondían, no se callaban, no bajaban la cabeza, no se escondían, no sentían vergüenza al ser acusados de reaccionarios, derechistas, fascistas. Demasiado.
Indefensos. Paladines de la minorías que clamaban al cielo, porque no era concebible volver hacia atrás. Voceros liberales que se consideraban engañados, porque no era posible cuestionar el lassiez passer. Opositores muy progresistas desnortados ante tan cruel cambio de rumbo, porque creían que nada podría con sus ideales. Creyentes atlantistas impactados, porque no entendían cómo los EEUU dejaban sola a Ucrania y a la UE frente al imperialismo ruso. Intelectuales conservadores desgarrados por una batalla cultural que creían que sería solo de cara a la galería. Incipientes geoestrategas indignados por el “realismo político” de Trump ante la que consideraba una guerra ajena y perdida en la llanura sarmática, así como por pretensiones de influencia en su espacio más cercano (de Canadá a Groenlandia). Internautas conmocionados, profundamente, porque gurús tecnológicos y varios millonarios famosos en redes dejaban de seguir el programa liberal-conservador y se arrimaban al que había ganado en las elecciones de 2024. La nómina de afectados y agraviados parecía interminable ante la ejecución, en vivo y en directo, del programa Save America, que parecía no haberse leído demasiados de sus críticos de primera y última hora.
Un nuevo orden se avecinaba. De la guerra cultural para ganar elecciones a la guerra económica para cumplir su programa. Una mutación temporal o trascendental; el tiempo lo dirá. Aunque Trump y Vance anunciaron su revolución desde el principio. Aunque pocos la comprendieron o se la creyeron. Era más que una mediática cruzada contra “lo woke”. Estaba en su programa, lo decían en sus mítines, lo proclamaron en su toma de posesión, y cuestionaba verdades incuestionables para esa generación. Y demasiados de ellos solo se dieron cuenta de lo que se avecinaba con la rápida y amplia firma de medidas en sus primeros meses de gobierno, con sus declaraciones continuas en medios y redes, con sus propuestas tan contundentes como alarmantes para propios y extraños. Demasiados.
“La revolución, como fenómeno político, es formalmente idéntica a los demás fenómenos políticos, salvo que empuja la intensidad política hasta el paroxismo. Sin embargo, existencialmente, aquella intensidad es su carácter propio y específico, que le da su peculiar significado. Considerada así, es una acción cargada de pasiones, de tumultos, de justicia dentro de la injusticia, de violencia, de esperanzas, de inquietudes y, sobre todo, de transformaciones determinantes en la vida política y la sociedad”.
Imparables. La revolución tecnoconservadora era un envite en toda regla, a modo de versión norteamericana de la “modernización conservadora”, ya planteada en regímenes que llevaban a la democracia camino del iliberalismo o de regreso al nacionalismo. Y llegaba a Washington con mayoría de votos, pretendiendo encabezar un heterogéneo fenómeno soberanista/identitario mundial, aprobando un plan identitario muy claro (del “destino manifiesto” al excepcionalismo patrio) y bajo una estrategia directa y desacomplejada de gestión bien curtida en la batalla cultural. Bufones y extremistas, chiflados o perturbados, siempre reaccionarios y ahora prorrusos. Así eran y debían de ser definidos los nuevos inquilinos de la Casa Blanca. Porque no podía haber alternativa posible, no podía existir nadie en contra del sistema, no podían tener algo de razón tantos que les votaban y tantos que podían imitarles.
En nuestras democracias no siempre es fácil “inspirar” el voto (pese al control de medios o de subvenciones) o “corregir” a quién no vota lo que se debe (pese al dominio fáctico de partitocracias o bipartidismos de los organismos, los recursos y las propagandas). Y en muchos lugares del llamado “primer mundo”, las urnas dan en ocasiones desagradables sorpresas, o los recién elegidos a veces se salen, sin sentido aparente, del camino adecuado. Lo vemos y lo vimos. Más de setenta millones de norteamericanos eligieron a ese señor de pasado oscuro y maneras obscenas, considerado como un auténtico peligro para la humanidad desde The Washington Post; y Viktor Orbán, formado como liberal atlantista de pura cepa para la Hungría postcomunista, ha acabado siendo definido desde Euronews como “el verso suelto de la UE” y amigo privilegiado de Putin. Y lo veremos además en Europa del Este (de Eslovaquia a Rumania), en Iberoamérica (de El Salvador a Brasil) o, a lo mejor, en el occidente del viejo continente (eso sí, siguiendo el mesurado camino italiano de Giorgia Meloni). Ahora bien; pese a que la realidad mostraba cómo en la sociedad abierta y rica estadounidense tanta gente votaba por el mal y cómo en el estado del bienestar europeo tanta gente se sentía atraída por el mal, para las elites dominantes, y enemigas de Trump y sus acólitos, estas consecuencias indeseables (o sea, su elección) no eran fruto de errores o fracasos del sistema liberal-progresista (del desarraigo a la desindustrialización), sino resultado de la pérfida acción de esos malvados opositores que engañaban a las masas incultas (obreras, pueblerinas, provinciales) con fake news, promesas populistas y discursos de odio. Por ello, el sistema no pudo evitar que Trump ganara otra vez, y le cuesta tanto desactivar su amenaza revolucionaria contra el orden liberal-progresista.
Increíbles, pero ciertos. Antes de la democracia liberal-progresista había vida, y después también la habrá, políticamente hablando. Hay que recordarlo, en sus obviadas realidades y ante determinados sueños recurrentes. Las formas políticas son también contingentes; es decir, temporales, mutables y reversibles. No solo cambian aspectos y sociales en el devenir humano. Han existido, existen y existirán, más que nos pese a tantos de nosotros formados en esa mentalidad proclamada como perfecta (pese a injusticias, corrupciones o desigualdades), formas de gobierno y de estado diferentes, como repertorio de distintas alternativas que han dado, dan y darán sentido y significado, en cada contexto, a la tan humana “esencia de lo político”. Esa “esencia” donde siempre perduraran, claro está, las tensiones que establecía Freund entre “el mando y la obediencia”, entre las oligarquías que obtienen la representación, por diferentes formas de legitimación (de la auctoritas a la vis) y los ciudadanos que las aceptan o se rebelan ante ellas.
“La base social del poder puede desplazarse con el desarrollo de una sociedad, pero el poder no es en sí mismo un accidente histórico: está ligado a la existencia del mando”.
Muy ciertos. Son factibles, lo que no significa que sean deseables o viables, otras manifestaciones de “lo democrático”. Formas que pueden ilusionar (para unos más directas, para otros más restrictivas) o asustar (con nombres pomposos que esconden autocracias evidentes). Pero así es y será la historia: plural en el escenario político. Existieron, en las crónicas, grandes imperios depredadores y generadores (Gustavo Bueno dixit), multiétnicos y plurinacionales, terrestres y marítimos, que apelaban a la Roma de Augusto o, metapolíticamente, al poder superior al que acudir o al que someterse. También encontramos, en los anales, repúblicas de todo tipo, monarquías de diferente índole, reinos de tamaño diverso, federaciones y confederaciones con nombres variados, con su propia “esencia” dependiendo de la naturaleza cultural en las latitudes de pertenencia. Y, en el seno de ellas, las narraciones nos muestran, recurrentemente, lo que en la actualidad se definirían como dictaduras (algunas de las cuales, las más recientes, se autoproclamaban como democráticas, bien al estilo popular o socialista, bien de modo corporativista u orgánico) y, en las últimas centurias, creaciones democráticas, que se parecen muy poco en el ayer y en el hoy (en sus valores morales o mentalidades sociales). Porque la democracia también ha mutado (de la más censitaria a la más social), incluso en la centuria en la que nació y pretendió ser faro mundial su fórmula “progresista, liberal y atlantista”; y porque se imponen, bastantes veces, voluntades personales o colectivas muy alejadas de lo que debería decir la ciencia política obligatoria.
Impredecibles. El MAGA culminaba el proceso de transformación del nacionalismo norteamericano. No tan nuevas maneras (sin pelos en la lengua, con decisionismo ejecutivo a raudales y con pocos modos diplomáticos) y nuevas ideas en un soberanismo peculiar, pero en estado puro y también en la propia esencia de lo económico: una democracia capitalista centrada en la reindustrialización, la eficiencia y el proteccionismo. Locura en los mercados, crisis en los precios, ruptura de los acuerdos tras el proclamado “día de la liberación”, con los aranceles recíprocos a casi todas las naciones del mundo. Porque para cambiar el orden político había que transformar el económico, radicalmente. Porque para defender los intereses patrios hacía que hacer frente a la expansión comercial de la dictadura china sin complejos y mejorar la desastrosa balanza de exportaciones/importaciones con Asía y Europa. Porque para mantener la primacía mundial, a medio y largo plazo, se necesitaba una contracción profunda, demostrando incluso a empresarios afines quién mandaba, y poniendo las bases para reconstruir el American dream con el regreso de empresas (ahora deslocalizadas), de inversiones (con los bonos de deuda en muchas manos chinas) y de subvenciones (frenando el desmesurado gasto, para ellos inútil, en la OTAN o en el USAID).
No sabían lo que hacían Trump y sus economistas de cabecera, criticaban sus opositores; se le había ido la mano, alertaban desde aliados económicos; y tuvo que dar un paso atrás tras la presión de Wall Street, anunciaban los medios poco afines. Pero solo aplazaba ciertas medidas y mantenía la tensión en los mercados, conseguía objetivos de depreciación a la fuerza (de la moneda o de la deuda), abría negociaciones bilaterales ventajosas y ponía todo el foco, al final, sobre el gran enemigo, o competidor, chino, haciendo que los europeos se retrataran respecto al gobierno de Pekín.
Inciertos. La historia, pese a memorias que la quieren fija o la dan por terminada, está siempre por escribir, en lo que hicimos, hacemos y haremos. Nos guste o no el cambio sobre lo que recordamos o sobre lo que está por venir. Trump inicia un nuevo camino para el orden democrático a nivel nacional e internacional, con leyes y narrativas de desconocido devenir, pero de inevitable impacto. Llega una forma distinta de entender la democracia al país donde se escribió, constitucionalmente, “We the people…”, en busca de un complicado equilibrio, en principio patrio (America first) entre rescatar lo fundamental de esa tradición a la que debemos regresar y lo necesario de esa innovación que nos hace progresar. Aunque eso no es democracia, se le acusa a diario, o esa no es nuestra democracia, se proclama dentro y fuera de sus limes. Porque muchos de ese pueblo están asustados, muchos están indignados en nuestro entorno, y muchos no lo terminan de comprender aquí y ahora. Pero siempre es bueno recordar que en aquella democracia a las que nuestros teóricos siempre acuden para rememorar las raíces (la griega, la ateniense, la pagana, la de la polis), los que votaban eran muy pocos y los que lo hacían tenían esclavos. Como lo enseñaba Freund:
“Sólo puede comprenderse la democracia en función de los presupuestos por los que se establece como un régimen político y una vez se confronta con la esencia de lo político [...] se trata de uno de los modos eternos de abordar la eterna política, cuyas leyes determinantes no se pueden modificar”.
Estamos ante el posible principio de un cambio político de envergadura, de impacto aún por determinar, y ante el posible final de una forma política autoconsiderada, seguramente como todas, como la mejor o como la inevitable. Duele despedirse o saber que en algún momento puede llegar ese día que los historiadores fecharán como episodio más o menos crucial. Y a demasiados duele, profundamente, que pueda haber llegado ya, de la mano de un señor, Trump, y de una plan, Make America Great Again, que plantean un desafío al orden vigente y una elección trascendental, al respecto, en una época (posmoderna o tecnocapitalista) y en un lugar (occidental u occidentalizado) con impacto en las formas de vivir y convivir. Siempre hay que elegir, por acción o por omisión, decía Freund:
“No escogemos amar, pero un día nos sorprendemos queriendo, y este sentimiento ha nacido en nosotros, a pesar de nosotros. En el momento en que tomamos conciencia de este amor es cuando tenemos que ejercer nuestra libertad, sea escogiéndolo y concediéndole todas las posibilidades de desarrollo, si el sentimiento es recíproco, sea luchando contra él y rechazándolo si por razones religiosas, morales, familiares u otras, creemos que tenemos que renunciar al mismo”.